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1 sept 2014

Llanto como cuchillas

Conté las hojas que habían caído en el jardín. Las conté una a una, mientras el viento se las llevaba todas. Era una fría tarde de otoño, y el viento soplaba con fuerza. Desvié la vista de las hojas que alborotadas sufrían al vaivén del viento, y miré al cielo. El cielo gris, de un gris monótono y brillante. Sin gracia. Ni alarmante, ni desconcertante. Aburrido.

- ¿Me podés mirar por favor? No puedo así sino.

Le miré, aburrido como el cielo, con el mismo gris en mis ojos. Desafiante.

- Necesito terminar esto bien Martín, te lo pido por favor... no fue mi intención, vos me conocés.

- Convengamos que no, ¿verdad? Digamos abiertamente que no Florencia. "¡No!" Obviamente no te conozco.

Sus ojos llorosos ya de hace un rato miraban suplicantes, ¿piedad? No podía sostener esa mirada. Esa suplica que tocaba en lo más hondo de mi ser, no debía flaquear, "debo ser fuerte".
Así que miré nuevamente al cielo gris, pero está vez me fue imposible contener el llanto, y una densa lágrima resbaló por mi mejilla. Cayó lentamente, dejando tras de sí un leve ardor. Un ardor, que con propiedad puedo decir, surgía desde lo más hondo de mi alma.
En su momento no pude describirlo, no podía encontrar las palabras, aún no logro hacerlo. Era un ardor cómodo. Intolerablemente cómodo. Como si algo faltara, como si la sangre coagulara dentro de mi, y lo hiciera todo más denso, espeso. Intolerable. Podía sentir las palpitaciones en mis oídos, acompasadas al entrecortado de mi respirar, podía sentir el estomago comprimirse, y los músculos del abdomen tensarse. Podía sentir todo ese desasosiego hacerme mierda desde adentro.
Aún así solo fue una lágrima, solo una la que logró escapar, y volví a repetirme "debo ser fuerte".

El silencio, nos separó por lo que parecieron horas. Las hojas habían vuelto a arremeter unas con otras. El viento constante, zumbaba.
Tuve la repentina necesidad de tomarla de las manos, de llorar. De llorar mientras la tomaba de las manos, de rogarle que me perdone. No importaba ya más nada, solo necesitaba volver a estar con ella. Poder mirarla, poder sonreírle. Poder sentirle, para que me sienta. Pero el orgullo me puede más. Siempre ha podido más.

La sonrisa se diluyó en una mueca de dolor, así como el alcohol en agua; amarga, estática en mi rostro, mientras una segunda lágrima se hacía paso. Así con ella la rabia, una rabia tan honda, con tanto dolor, con tanta culpa. ¿Culpa?, ¿cómo, después de todo lo que había ocurrido, podía llegar a sentir esta culpa? ¿Culpa de qué? Si quedé como un completo idiota. La idea del absurdo arremetió contra mí nuevamente. Oscuros pensamientos volvieron, y la angustia se hizo primera en la fila.

El silencio no se prolongó por mucho más, noté se erguía a mis espaldas, y con un tono bastante seguro para el sollozo constante que había tenido por compañía, me habló.

- Me... me hubiera gustado terminar esto bien Martín, pero...

- "pero...", pensé.

- Pero te entiendo. Juro que te entiendo, yo...

Sus palabras lograron desatar la tercera lágrima. Quedé a la espera. Esperaba una disculpa, algo, que hiciese de todo un chiste. Pero sabía mejor que esto. Sabía demasiado como para siquiera proponérmelo realmente.
Los siguiente que escuché fue el crujir de las hojas de otoño bajo sus botas. Botas que se alejaban, con su llanto ahora más claro, más lejano. Lejos de confortarme su dolor, me atormentaba. "Llanto como cuchillas."
El ardor volvió a mi rostro, el viento seguía zumbando frente a mis oídos, pero no era ese el zumbido que me nublaba ahora. Lloré. Lloré como nunca antes lo había hecho. Lloré como si en vida, llorara mi propia muerte. Lloré y le hice justicia al desazón que me comprimía el pecho. Lloré, y lloré.
El dolor afloraba con violencia, más doloroso que tenerlo dentro fue dejarlo ir. Lloré, sin control, por mucho que intentara no podía controlarlo. Lloré, y entre espasmo y espasmo lograba inhalar algo de aire, un sorbo siquiera.

Los rayos de sol se hicieron paso entre las densas nubes. El viento amainaba su ritmo, pero seguía, cual brisa de mar mis pasos, más y más dentro del terreno. Terreno desconocido hasta entonces. Recuerdo elogios vacíos cuando entraba al hotel. Recuerdo sonrisas falsas de condescendencia barata. Todo eso no era de mayor importancia para ser honestos.
Una vez en el elevador. Una vez en el pasillo. Una vez en la habitación. Llegué, de forma automática.
Mi cara ardía. Hinchada, roja.

Ella ya no estaba, podía notarse por ese encanto adquirido, el vacío. Mi maleta seguía donde la había dejado hacia no más de unas horas, la camisa a cuadros que usara en la cena de la noche anterior, seguía en el suelo.
Me dejé caer sobre el asiento más cercano. Las persianas abiertas de par en par, no impedían ni un poco la luz del sol. Toda la habitación estaba inundada de destellos dorados. Pequeñas partículas de polvo podían verse suspendidas en el aire. Y el aire se fue entibiando poco a poco.
Irónico. Me refiero a la escena, irónica por donde se la mire. No había la más mínima empatía por parte del Universo.



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