«No quiero saber sobre tus victorias en el campo de los sueños», le susurré recostado sobre La Estrella Azul de Oriente.
Mis ojos pardos le observaron mientras ignoraba mis demandas y continuaba en su lamento.
Me acerqué más a él con pesar y congoja, y en la copa de aquel viejo roble le grité con ímpetu desmedido: «¡No lograré sacarte de la miseria si a lo que aspiras es enterrarte en ella!»
Vi como sus ojos se ahogaban en salados mares y daban vida a cálidos ríos sobre sus barbas blancas. Me acerqué más aún a él y posé mi rostro sobre el suyo. Intenté implorarle que se detenga. Tomé sus manos sobre las mías y le lloré en desconsuelo a su consciencia.
«Por favor detente», murmuré. Pero sus llantos habían destrozado corazones al punto de no-retorno. Su cuerpo valiente y fuerte temblaba de temor por un castigo de dios inexistente.
«Qué te perdono» le susurré a su aún tibio rostro. Mientras su sangre aún corría, vivaz e imponente, por sus ropas y sus tierras.
Y así volví llorando como aquel hombre a recostarme sobre La (Bella) Estrella Azul de Oriente. Y lloré lluvias amargas de congoja.
«Si supieras escuchar, ¡tú viejo! ¡Si tan solo supieras hacerlo... verías a tu dios destrozado de pena!»
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