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7 nov 2015

No te refugies en abril.

El doloroso sentimiento que me azotaba por dentro se permeaba en lo oscuro por fuera: una oscuridad acechante que envolvía todo aquello cuanto veía. Mis ojos cerrados permitían escapar con monótona lentitud las lágrimas que se mezclaban con la lluvia en mi rostro. El frío iba en aumento. El viento que movía las perennes hojas del bosque, atropellaba mi cuerpo con descaro y sin gracia. Una agobiante angustia recobraba sus fuerzas dentro mío y congelaba todo cuanto músculo se le interponiese. Esa gélida llovizna no menguaba: no daba tregua; carcomía en mi interior con su paciencia. Es que estaba allí observando con ojos cerrados mi desnuda alma destruirse. Intenté gritar en un espasmo ahogado de desazón desmedida, pero el vacío que me rodeaba no tenía lugar para sonidos. Apenas si mis labios lograron responderme, y sentí como exhalaban el poco aire contenido. Mi cuerpo se tensó aún más a la espera de la inminente inexistencia. 
El viento arremetió más impetuosamente que antes contra mi vulnerada espalda, y liberó de mis manos aquello que fingía protegerme el cuerpo. La lluvia continuó haciendo estragos en la escena.
Volvió a mí la desesperación propia del ahogo; y aun así recostado sobre tu cama, la helada lluvia continuó atacándome; y la templanza de tu cuerpo a mi lado no lograba conformarme; y mi mano sobre la tuya no destruía la furia de aquel viento, ni retenía la compresión de ese vacío, ni deslucía la danza de aquellas hojas perennes... tan solo lograba ahondar en mí esta irremediable soledad.

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