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10 dic 2015

"Nuthin a couple pumches a wall cant handle... in a couple continous days"

Es una reflexión que me apremia desde temprano el día; y no logro más que contemplar sus nefastas referencias. La reflexión comienza, simple y llanamente, como todas las reflexiones, con una pregunta: «¿Por qué?» Quizá, en tu intelecto (indudablemente más amplio y experimentado que el mío) la encontrarás absurda, nefasta, inconexa, corrupta, e incluso impropia; pero esta reflexión me apremia, y necesito contemplarla en más voces que las que habitan en mi consciente.
Es respecto a todo aquello que conozco —y por lo que no conozco— que me presento hoy, ante este humilde hogar de convergencias con la mente exhausta de incertidumbres. ¿Qué te aqueja? No lo sé. ¿Cómo puedo ayudarte? No lo sé. ¿Por qué no pedís ayuda? No lo sé. Pero tu lo sabes. Tus excusas, cada día menos creativas que el inmediato anterior, logran retrucar cualquier premisa entre poética y retórica.
Son excusas, amigo mío, aquellas que con tanta energía te permites creer ciegamente, postergando en el tiempo lo inevitable. ¿Sabías que vas a morir algún día? Es la realidad, vas a morir, tu, yo, todos. No tiene nada de malo admitirlo, de hecho, creo que es la futura muerte la que nos ayuda a superarnos en estos momentos, a mí me ha pasado, y me pasa aún (no voy a ser tan estúpido de negarlo). Pensá que te vas a morir, pensálo. Hace el ejercicio de imaginarte mortal, de entender tus miedos como obstáculos, de comprender la sociedad como un todo, de tomarnos a nosotros como tus pilares. Ejercitá el caerte en la realización de lo mortal. Ejercitá el pensar en la no existencia. Ejercitá el pánico o paz que eso te logre generar, y absolvéte de todo pecado que creas poseer.
Sos mortal, un hijo de Dios, un milagro biológico, el enlazado de polvo estelar, energía en una manifestación reflexiva, la creación de un intelecto superior, un personaje de ficción, el prospecto de un libro, una caricatura...
My Dear son of Sweet Jesus ya no sé como ayudarte. Quizá no me corresponda —¿quién soy yo para ayudarte?—, quizá no necesites mi ayuda, no lo dudo ni por un momento. Pero quiero ayudarte.
Yo estuve mal, muy mal (creo que ambos sabemos eso), y me ayudaste cuando nadie entendía siquiera las metáforas que suponía en mi mente. Tu supiste leer entre las lineas de las lineas, y sin apresurar ninguna cuestión que pudiera alterar mi tranquilidad mental, me dejaste convertirme a mí en un ser superior, de esos que saben que necesitan ayuda, y la piden. Y así lo hice, pedí ayuda. Vos supiste —antes incluso de que yo siquiera lo supusiera— lo que sucedía conmigo, en simples palabras, me salvaste de mi mismo; y te odié por ello. Todos mis rencores, todos mis miedos se canalizaron en ti, y en mi mente te demonicé como nunca antes a nadie.
Sé que lo sabes, porque sos la persona más inteligente que tuve el gusto de conocer en esta vida. Y sé que lo entendés también. Y sé que sabés como superar esto. Y también sé, porque no somos tan diferentes, que no querés pedir ayuda. Un golpe al ego (quizá), un batalla perdida (quizá)... pero temo hoy por ti, como temí ayer por mi.
Somos aquellos, diagnosticados con la enfermedad de la reflexión exhaustiva, bendecidos con las mentes de los grandes pensadores, y atados a esta mundana existencia los que sufrimos de estas cosas; pero así como nuestro cuerpo, nuestras mentes no son infalibles... y por mucho que nos guste creernos, no somos dioses creadores ni hacedores de nada más que nuestras vidas. A lo sumo si príncipes de las verdades, o gladiadores de las reflexiones... pero siempre mortales.
Así que amigo mío —si se me permite el honor de llamarte amigo—, hazte de la valentía que sé que posees, úntate de fuerzas por todo el cuerpo, levántate de tu apremiante agonía, y con quién sea (solo o acompañado), pedí ayuda. Al fin de cuentas, estamos creados para eso: para ayudarte.

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