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19 sept 2017

Sobre la existencia de las cosas en la mente de un zorrito que conversaba con su amiga lechuza

«Hoy me siento mucho mejor», comentó el zorrito mientras se ponía pancita al sol.
«¿Te sientes mejor?» preguntó incrédula la lechuza, que se encontraba sobre la rama de un gran árbol, con grandes ramas y hojas grandes, y grandes frutos grandes. 
«¡Así es!», exclamó el zorrito. «Me siento mucho mejor ahora que se lo he dicho».
Al oir aquello la lechuza suspiró agotada. Intentaba recordar qué era lo que el zorrito tenía que hacer, y con quién tenía que hablar, que habría querido decir, y que sería lo que habría dicho. El zorrito le era un personaje muy cómico por varias razones. Cada 3 o 4 lunas, el zorrito siempre aparecía cabizbajo, agotado y triste; pensando en su pobre y mundana existencia en este mundo, en lo desgraciado que era por no ser feliz, y en lo feliz que era por ser un desgraciado... por ser rojito, pequeñito y peludito; por ser, y por sobre todo... siempre triste por no ser. 
La lechuza, como era paciente, lo escuchaba quejarse de su vida, y lo escuchaba quejarse de sus quejas, y se quejaba también de su escucha, pero la verdad, es que nunca antes había visto al zorrito feliz. De hecho, ahora que lo pensaba, nunca había visto al zorrito a la luz que el sol compartía.
Entrecerró los ojitos por un momentito, y con las plumas alborotadas lo miró un ratito. Allí en lo bajo, el zorrito sonreía. Tenía sus ojitos cerrados, la pancita al descubierto y las patitas estiradas. Tomaba sol, y como tantos otros, se relamía feliz. Su pelaje cobrizo brillaba con la radiante luz, y sus bigotitos repiqueteaban encantados de arriba a abajo y de abajo a arriba, sin preferencias ni por uno ni por otro.
«Así que se lo dijiste», murmuró la lechuza, un tanto más alto que de constumbre para que el zorrito le escuchara. Las orejitas de este dieron cuenta de su escucha, y luego de un tenue momento, ensanchó aún más su sonrisa, entreabrió los ojitos y se puso sobre sus cuatro patitas. «¡Se lo dije!, tenías razón amiga lechuza. Debí haberlo hecho hace tanto... pero tú sabes como soy...». 
«Lo sé perfectamente», respondió la lechuza, sin estar muy convencida ya de quién era el zorrito, cuál era su problema, y con quién había hablado; menos aún sobre lo que sabía, debía saber o debía no saber...
El zorrito la miró esperando una respuesta, y con sus ojitos cerraditos aclamó mientras pensaba: «Bueno... ¿y qué le dijiste... exactamente?»
«Le dije de los árboles», respondió feliz. «Le dije de los árboles, de las plantas y pasturas. Le dije de los frutos y las frutas... le dije mucho de las flores. ¿Recuerdas a las flores? Le dije de tí... y de mí. Le dije muchas cosas sobre ella, pero más aún sobre él. Le dije lo que sentía y lo que no sentía. Le dije verdades y también algunas mentiras. Le dije que me gusta mucho el color rojo, esa fue una mentira... tú sabes que mi color favorito es el azul, y que no soporto el rojo. Pero no quise desilusionar... a nadie... muchos quieren mucho al color rojo. Le dije también de la luna, y le dije de la luna en la noche, y la luna en el día... ¿has notado que son lunas diferentes? ¡Por supuesto que lo has notado! Una está alegre y responde, la otra duerme todo el día... son lunas raras, casi alunadas dirias tú, ¿verdad amiga lechuza..? ¡Ah cierto!, le dije también de la amistad, del amor y su importancia. Le dije del arte de cazar, del arte de comer... le dije mucho del arte, eso es cierto. Le dije también de las cosas que nunca han de decirse, porque lo creí necesario.... Le dije tanto amiga lechuza, que ya no sé que no le dije...».
«¿Le dijiste tu nombre?»
«Por supuesto que no...», respondió el zorrito un tanto alterado, para luego agregar entre susurros «mi nombre es mío».
«No hay nada "mío" o "tuyo" querido amigo, eso lo tienes tú bien claro. Lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío... no, no es así. Mejor sería decir 'no hay nada "tuyo" y no hay nada "mío", lo nuestro es nuestro...' no, eso tampoco suena muy bien. Nada es de nadie, querido amigo zorrito, o lo que es lo mismo: todo es de todos... ¿lo entiendes?»
«Nop», respondió el zorrito mientras olisqueaba una dulce flor.
«Déjame te lo explico... ¿Recuerdas cuando la luna en la noche, y la luna en el día se convierten en la misma luna? Pues bien, es sabido que la luna en la noche suele jugar con los lobos, las mareas y las lechuzas... y con los zorritos también, por supuesto... pero más que nada con las lechuzas. La luna en la noche es una buena amiga, ella comparte la luz del sol, porque sabe que no es verdad que la luz sea del sol... ¿cómo explicarías que la luz que comparte la luna sea la luz del sol, sino es que acaso la luz no es de ninguno de ellos, sino que es de ella misma? La luz también es amiga, querido zorrito. Pero es primero amiga del sol, después amiga de la luna, y gracias a la luna, la luz es amiga nuestra. Pero no es nuestra... eso que quede claro».
«Sigo sin enteder, amiga lechuza».
«Todo lo que la luz toca, es porque la luna así lo quiso, y la luz así lo quiso también, porque el sol así lo quiere, y los tres amigos lo quieren porque saben que son de los tres, porque ninguno es de ninguno. La luz, antes de ser luz, era luz... es decir, la luz siempre fue luz amigo zorrito. Pero la luz nunca fue de la luz, siempre fue de sí misma, pero no de sí misma solamente. Porque la luz no es de nadie, ¡ni de ella misma!, la luz es nuestra... pero no es nuestra... es de todos, porque no es de ninguno. La luz es, igual que el sol, que la luna, que los lobos y las mareas, que las lechuzas y los zorritos, todos somos, porque somos... y en tanto somos, no somos de nadie, y por tanto, somos todos de todos...»
«Eso no tiene ningún sentido, amiga lechuza... la luz es de la luna, o es del sol... no hay tal cosa como la luz de la luz ¡Qué cosas dices!»
La lechuza reflexionó un poco sobre las palabras del zorrito, y asintió. No porque el zorrito tenía razón, sino porque el zorrito no la tenía; ni ella tampoco la tenía. Para la lechuza, la razón se tenía a sí misma, pero no solamente, la razón no era de nadie en particular; y por tanto, todos podrían tenerla. Entonces la razón era de todos.
«¿Y qué más le dijiste, zorrito?»
«Le dije que le dije cosas, pero eso ya lo sabía. Yo igual se lo dije, remarcar lo obvio nunca es algo obvio. Eso me lo enseñaste tú amiga lechuza, ¿no es verdad?», el zorrito se sonrrojó un poquito, y su color coloradito quedó aún más... más... coloradito. «le dije que me gustaban sus ojitos», murmuró casi un poquito más timido que el minu...tito anterior.
«Sus ojitos... entiendo... rojos me imagino».
«Rojitos», la corrigió «¿Cómo lo supo?», exclamó un poco asombrado el zorrito.
«Pues porque verdes no han de ser, zorrito; los ojitos verde son ojitos de magia... y la magia nunca ha venido a visitar este planeta. La luna sabe bien de eso... al parecer no son buenas amigas... El negro es un color tan oscuro que brilla en la oscuridad, ¿has notado ese extraño y muy usual fenómeno?, a nadie le gustan esas cosas zorrito. Lo oscuro es demasiado mucho para ser tanto, entonces pasa a ser un poco más que nada... es casi nada... la nada no es muy linda. Hay mucha nada zorrito, a nadie le gusta lo que hay mucho. La luna sabe de eso y me lo ha dicho. Supongo que azul no serían zorrito, porque el azul es tu color favorito, y si hay algo que tienes zorrito es que siempre me tomas por sorpresa, eso no sería sorpresa, ¿o si?»
«¡No!, no lo sería, es cierto», río complacido el zorrito.
«Así que si ni negros, ni verdes, ni azules, tampoco serían blancos. Esa es la inferencia lógica».
Ambos asintieron en acuerdo que eso sería lo más lógico.
«Amarillo... amarillo podría ser zorrito pero no se me ocurrió, te seré franca. Así que en definitiva, el rojo, o bueno... el rojito... es el color seguro de los ojitos aquellos que te gustan».
El zorrito volvió a sonrojarse, y saltando sobre sus cuatro patitas se quedó sentado muy contento.
«Son ojitos tristes... sus ojitos rojitos»
«Como todos los ojitos que han vivido, zorrito. Si no son tristes, o no son ojitos, o no han vivido».

La lechuza y el zorrito intercambiaron algunas que otras de sus sabias reflexiones. El zorrito seguía encantado con su amiga la lechuza, y la lechuza disfrutaba del encanto del zorrito. Entre palabra y palabra, y algún que otro silencio, el sol que siempre gira, cedió el trono a la luna en la noche.
El zorrito y la lechuza, desprovistos de inocuidades, se saludaron gratamente el uno a la otra, y la otra a el uno. Aquella prendió el vuelo, en lo alto... y el zorrito la miró volar. Su sonrisa, aquella sonrisa que no le pertenecía siguió su rumbo a otras tierras, y volvió a sentirse triste como siempre.
«Me gustaría tener el poder del vuelo», murmuró el zorrito mientras rompía en el primer llanto de la noche... 
«Pero nada es de nadie, ni la nada, ni la nadie», le dije; y en seguida volvió a sonreir...
«¡Eso es muy cierto!», me dijo.

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