El sábado pasado me senté a contemplar la muerte en un espacio lleno de rostros extraños.
Desaparecí, oculto tras mi tristeza… a la espera de una tenue luz de esperanza que nunca se hacía presente.
Llegué a rastras, obligado por las fuerzas que ahora no logro encontrar, acompañado de la personificación de mis recuerdos incómodos, angustiado, ansioso.
Y los rostros extraños solo se volvieron a juzgarme. Los recuerdos incómodos se alejaron, me abandonaron, pero dejaron intacta la sensación de desamparo que habían creado. Me encontraba solo, rodeado de tanta gente.
La soledad se hizo mi fiel compañera, presenció mi tristeza y envolvió a mi angustia. Me alejaba de cuanto rostro intentara prestarme una mirada amiga. Si existieron… no logro recordarlos. Tan solo la muerte se divisaba como un rumbo viable, posible, aconsejable incluso.
Los rostros dejaron de volverse, la posibilidad de compasión se hizo cada vez más finita, y el desprecio cobró fuerzas.
Entonces reculé sobre mis pasos una, dos, tres veces. Recorrí mi pasado e ignoré el presente, tanto como fue posible. Pero ya era tarde, no había ápice de salvación posible, tan solo morir… salir de allí, alejarse aún más, llegar y morir.
Entonces apareciste tú, en un juego sádico que solo el alcohol podría lograr irrumpiste en el espacio de mi soledad, y la alejaste. La soledad me dio la espalda, la tristeza me dio espacio… y allí estabas tú. Demasiado cerca, hablando rápido, alto, obligándome a responder, bloqueando cualquier intento de huida. Allí estabas tú.
El sábado pasado me senté a contemplar la muerte en un espacio lleno de rostros extraños… nuevamente.
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