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8 oct 2013

Casi cuento

Levanté la vista al cielo, ese cielo oscuro sin estrellas, sin luna, no devolvía mi mirada; me ignoraba.

Mis ojos lloraban por algún reflejo biológico que desconozco en lo absoluto.

Me tomé las manos. Estaban heladas. La temperatura ambiente no era la más disfrutable un martes a las tres de la madrugada, pero aún así me mantuve firme en mi decisión. Sabía que había cometido un error, no debería haberlo golpeado como hice, pero no pude contenerme. Sus palabras como cuchillos atravesaban sin piedad cada partícula de mi cuerpo destrozándolas en millares de partes inconexas. El puño se levantó casi en un acto reflejo, y apenas noté lo que había hecho el arrepentimiento afloró en mi pecho, como un vacío incómodo que te inunda y condiciona.

Bajé la vista, después de todo, ese cielo hipócrita no tenía interés en ayudarme en lo más mínimo.
Sentía ruidos a mi espalda, de seguro estaría mirando si aún sigo aquí, y aún lo estaba, y lo estaría hasta que habláramos.

Sé que sonará absurdo explicar por qué tenía esa necesidad de hablar. Era una necesidad axiomática; no se la contradecía, no se la rivalizaba; y por mucho que quisiera hacerlo la respuesta era siempre la misma.

Retumbó un trueno, aunque no vi el relámpago. «Clásico», pensé. Y como era previsto comenzó a llover.

La casa, mi hogar, aún tenía las puertas cerradas para mí. Los escalones difuminados en la penumbra fueron el lugar más cercano a ella que pude encontrar sin hacer más volátil la situación.

La lluvia estaba helada, más helada aún que el ambiente en general. Creía que era toda su obra; después de todo, con su mirada gélida, helaba hasta la misma sangre.

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